Ada Colau es la actriz que mejor se interpreta a sí misma, una cómica cuyo título cierto, de alcaldesa, no parece sino un eufemismo para disfrazar su verdadera condición de activista revolucionaria. Su última e histriónica hazaña ha sido la de llamar fascista a un héroe español, el almirante Cervera, algo tan creíble como llamar sevillista al presidente del Betis o viceversa. Y para consumar el esperpéntico desatino, ha retirado su nombre a la calle que le habían dedicado tiempo ha, para ponerle el de un pésimo actor fallecido (DEP), a un personaje casi desconocido hasta que tuvo la habilidad de hacerse famoso por su único mérito conocido que es el de haber insultado a España y a los españoles. Ni siquiera merecería la pena dedicar una sola línea a doña Ada de no estar causando tanto daño a Barcelona, a los barceloneses, a los catalanes y, en definitiva, a todos los españoles.
Hay, sin embargo, un hecho que ha pasado más desapercibido. Otros insignes personajes que participaron en el dislate fueron: un tal Manel Fuentes, que actuó de presentador, un tal Andreu Buenafuente -ambos, casualmente, son o han sido destacados showmen de Atresmedia- y, el que más sorprende a tenor de sus últimas y sensatas declaraciones antiseparatistas, Joan Manuel Serrat, quienes participaron activamente en el esperpento.
Pueden alegar, en su descargo, que no conocían la falacia que iba a regurgitar su anfitriona, pero sí sabían perfectamente que quien a mal árbol se arrima mala leche le cobija ¿Pretenderán decir que ignoraban -como el 99% de los españoles- quién fue el Almirante Cervera? No lo creo, pero eso no les justifica en modo alguno, pues a buen seguro se informarían de a lo que iban y, desde luego, sabían lo que se podían encontrar conociendo el paño; no fueron engañados creyendo que se trataba de apartar a algún personaje de la guerra civil (ignorantia legis neminem excusat). Y lo que, desde luego sí pretendían, y con pleno conocimiento, era seguir faltandonos al respeto a los españoles de bien, con la excusa de dar realce a la figura de un señor cuyo único mérito fue, repito, ofendernos a todos, en nombre de una supuesta y manida libertad de expresión, concepto que ellos ni compartirían ni respetarían si alguien tuviese la peregrina idea de injuriar, por ejemplo, a Cataluña y a los catalanes. Desprecio para todos.