Tanto estábamos hablado, y con motivo, de los ridículos líos internos del Partido Popular que se nos empezaba a olvidar que como paradigma del enredo ya teníamos las puñaladas que, desde que se produjera el pacto del abrazo quitasueños y echara a andar este gobierno irracional que nos hurta el sueño a nosotros, llevan años atizándose mutuamente las dos alas del multitudinario ejecutivo que padecemos.
Y es que para desavenencias habituales las de la izquierda, sobre todo la extrema izquierda. Unidas Podemos no es un partido sino una coalición formada por los comunistas del PCE de Enrique Santiago y los podemitas actualmente presididos por Ione Belarra, una jaula de grillos en la que ahora sobresale Yolanda Díaz por aquello de ser vicepresidenta segunda del ejecutivo y cuyas supuestas buenas maneras parecen haber ensombrecido a personajes como Irene Montero y la propia Belarra.
Tras la ruina y desaliento dejados por un personaje tan nefasto como fue Pablo Iglesias, Díaz cogió el testigo tras haber ya cambiado su original aspecto de perroflauta galaica por el de una señora elegante y bien vestida, una auténtica imagen de pijoprogre nueva rica, al parecer la estampa que a los comunistas.com les empieza a reconciliar con su ideología. Y así, con un lenguaje suavizado y sonrisa permanente, lograría empezar a engañar a algunos -tampoco demasiados-, sobre todo a sus correligionarios marxistas y a no pocos socialistas, que han empezado a ver en ella la posibilidad de tener una líder tan comunista como Rosa Luxemburgo y tan eficaz como Margaret Thatcher.
A eso ha dedicado sus mayores esfuerzos doña Yolanda, a entrar en su propia campaña electoral mientras introducía tachuelas entre las calzas de sus socios -y enemigos- de gobierno, con la esperanza de convertirse en la líder más votada de las izquierdas y, si fuera posible, dar el ansiado sorpasso y hasta llegar a ser jefa de gobierno. Ella ha sido la primera en sobrevalorarse hasta, incluso, formar una plataforma feminista con personajes tan singulares como Ada Colau, Mónica Oltra, Mónica García o Fátima Hamed, que menuda harca.
Pero no, por mucho que nos intente impresionar, la cosa no cuela más que entre los suyos, y que el CIS la coloque como la líder mejor valorada no es precisamente un dato a su favor.
Recordemos el ridículo espantoso que doña Yolanda hizo tratando de explicar los ERTE cuando hasta su compañero, el ministro Escrivá, tuvo que encogerse de hombros renunciando a echarle una mano ante la disentería mental de ella, y tampoco son para olvidar algunas de sus bufas intervenciones parlamentarias.
Sentiría desairar a quienes hayan depositado sus esperanzas en ella, pero a riesgo de equivocarme, a medio y largo plazo el futuro político a Yolanda Díaz parece poco halagüeño: le faltan carisma e inteligencia política. Dentro de la mediocridad general de nuestra clase política puede parecer una eminencia, pero es muy posible que no pase de ser otro bluf pasajero como tantos otros y tampoco resulta creíble que acabe dando otra cosa más que algún susto y varios disgustos adicionales al Partido Sanchista.
Su última actuación ha sido memorable y un patinazo en toda regla por muy sincera que, muy probablemente, haya sido. Todos, hasta los más acérrimos izquierdistas, sabíamos que la manifestación feminazi del 8M de 2.020 fue una gravísima negligencia cometida por un gobierno que tenía informes sobrados para saber qué riesgo se asumía; pero les pudo más el sectarismo y la pugna interna de una facción del gobierno contra la otra para ver quien era más feminista. Cuando nadie recordaba que la entonces solo ministra de trabajo no había asistido al evento por precaución, salió ella a evocarlo con pelos y señales para que no cupiese la menor duda, dejando a sus odiados-aliados con el trasero mirando a Cuenca.
Y lo hizo a conciencia, aunque luego la hayan obligado a decir aquella manida frase de “la abyecta oposición ha querido interpretar mal mis palabras”. Y lo hizo contra Sánchez, a quien considera más rival que socio. Y lo hizo porque ha empezado su particular campaña electoral.
Todo esto nos retrotrae al infausto momento en que la fiscalía general (¿de quien depende…?) cumplió con su papel de poner palos en las ruedas de la justicia, cuando el delegado de gobierno de Madrid se llamó andana, cuando la justicia mostró su faz más laxa y prefirió elegir la fatídica frase de “no se puede probar” en lugar de indagar los hechos.
Tampoco ahora, y mira que hay indicios antiguos y nuevos, creo que se investigue si la masiva manifestación en la que casi todas las que portaban la pancarta y muchas otras más salieron contagiadas, pudo ser uno de los detonantes multiplicadores y que, de no haberse producido, quizá hubiera habido algunos miles de muertos menos.
La negligencia culpable también puede acarrear delito y, aunque la justicia también pueda llegar a ignorarlo, aquí hay demasiada corrupción y mucho tontolaba suelto.
«La negligencia grave en el manejo de la seguridad nacional es un delito». Bill O’Reilly, presentador de televisión norteamericano.