Es una máxima que ningún comentarista serio debe juzgar, y menos censurar, el voto que cualquier ciudadana o ciudadano emita libremente en unos comicios, y no será aquí donde vayamos a romper este principio básico. Pero también parece oportuno recordar que somos responsables de lo que hemos votado y por ello copartícipes de los aciertos y errores de aquellos en quienes hayamos depositado nuestra confianza.

La clase política es la principal responsable, en proporción a la representatividad que cada cual obtenga, de la gestión de recursos que el estado, la ciudadanía en suma, haya depositado en sus manos. Pero es la sociedad, en su conjunto, la que les otorga los poderes necesarios para ejercer el gobierno. Cada persona puede votar más o menos acertadamente pero será ese conjunto de ciudadanos el que refrende a quienes les van a gobernar. Y, en este sistema representativo, lo que otorgamos a nuestros dirigentes es una especie de poder absoluto, porque les dotamos de capacidad suficiente, les hemos permitido que actúen en nuestros nombre y se sientan legitimados porque así lo hemos aceptado, para que puedan decir que actúan interpretando nuestra voluntad aunque ya no nos guste lo que hagan.

Y esa es la trampa en la que caemos la mayoría de las veces, porque cuando incumplen flagrante y frecuentemente sus promesas electorales, no solo no glosan nuestros afanes sino que los traicionan. Y eso ocurre con demasiada frecuencia, y eso se lo hacemos pagar muy poco.

Una parte de los problemas de hoy pueden ser, y son, culpa de muchos de nuestros actuales mandatarios entre los que, infortunadamente, abundan más personajes indeseables que nunca, pero también podemos afirmar que muchas de nuestras dificultades provienen de los errores que todos, políticos y ciudadanos de a pie hemos ido cometiendo a lo largo de los últimos cuarenta años. Y de aquellos polvos estos estados de gravidez.

Como dijera Rockefeller, cada derecho implica una responsabilidad. Si después de votar a un partido determinado, éste, solo o a través de alianzas que quizá ni sospechábamos,  llega a gobernar y durante su mandato se cometen cualquier tipo de excesos, habremos de ser conscientes de que alguna responsabilidad, por pequeña que sea nuestra colaboración al desmán, nos corresponde y deberíamos entonar algún tipo de mea culpa. Por mucho que sea el adoctrinamiento al que nos hayan sometido, por mucha que sea la propaganda con que nos inundan, en una sociedad que se dice avanzada, alguna obligación tenemos de discernir entre el bien y el mal.

Ahora tal parece que la ciudadanía catalana está espantada por la barbarie, por los muchos días en que en su patria chica se ha visto sometida a las fechorías de unas turbas perfectamente organizadas e incluso alentadas por miembros de algunos de los partidos que ostentan la representación del pueblo, partidos que llegan a dudar del buen hacer de sus propias Fuerzas de Orden Público, en la Generalitat o en Ayuntamientos como el de Barcelona. Hay también algunos como el alcalde de Valencia, otros desde dentro del gobierno de España, toda la extrema izquierda, aquellos que presumen de moderados pero practican la inacción, los descuidados o los contemplativos, la cuestión es que cada vez más las tropelías de todo tipo se expanden por doquier.

Muchos de esos y esas ciudadanas catalanas que ahora se espantan, han votado a los Junqueras, Puigdemones y Colaus que campan por sus respetos demagógicos, aunque como votantes no  parezcan  ser conscientes de una corresponsabilidad que es suya y solo suya.

Algo similar parece ocurrir también a nivel del estado. De los desafueros de los Podemos, Ezquerra, Compromís, MES, Bildu y tantos otros, somos corresponsables el conjuno de los españoles como Nación, además de serlo aquellos que individualmente son tan irresponsables como culpables, por depositar según qué papeletas en las urnas.

Asumámoslo y meditemos seriamente sobre qué futuro queremos proporcionar a nuestros hijos y nietos.

Es incorrecto e inmoral tratar de escapar de las consecuencias de los actos propios. Mahatma Gandhi