Hemos inventado la revolución, pero no sabemos qué hacer con ella
Peter Weiss
Desaparecidas la viabilidad y la utilidad de la lucha de clases y la revolución proletaria, cuando perdían enteros los materialismos histórico y dialéctico, el neocomunismo buscó caminos renovados y supo incorporar ideas tales como el pansexualismo o los derechos de las minorías, lemas fácilmente asimiliables que pudieran resultar convincentes y con los que resultase fácil empatizar. Ya no intentan controlar las fábricas y menos a los obreros sino las universidades y a los jóvenes universitarios pijo-revolucionarios hijos de papá. Ganarse la voluntad y la adhesión de numerosos representantes de la cultura -o de la seudocultura- fue uno de sus mayores logros, uno de los que parecen haber dotado a la izquierda de una superioridad moral en la que creen firmemente y que les hace pensar que todos los medios están justificados para lograr el fin, o al menos sus fines; pero es que, además, han conseguido acomplejar a una derecha tontaina que en demasiadas ocasiones parece sentirse en la obligación de justificarse y casi pedir perdón.
Hay una gran parte de la izquierda que considera que defender la revolución rusa y a dictadores genocidas como Josif Stalin o Mao Tse-Tung, responsables de millones de muertes, es algo tan positivo que les legitima para autodenominarse y considerarse los representantes más genuinos de la democracia, ¡que manda huevos!
El caso es que son muchos los que les han comprado la mercancía y eso no ocurre solo en España. Son millares los textos escritos y los filmes rodados sobre el genocidio nazi, pero prácticamente inexistentes los que hablan de los que cometieron los comunismos y eso a pesar de los cien millones de muertos y de que diversos dictámenes como la Declaración de Praga o la resolución 1481 del Consejo de Europa hayan condenado enérgicamente su ideología; parece que nunca existió el muro de Berlín, que los gulag fueron un invento de Solzhenitsyn, que no hubo checas en España, que la Primavera de Praga no fue ahogada en sangre y alguien podría hasta creer que Pol Pot fue una estrella del rock o que Ceaucescu jugó de extremo derecho en el Steaua de Bucarest, tal es el desconocimiento y la ocultación al respecto.
En España no hay ningún partido que se autocalifique como de izquierda moderada o centro izquierda, ni siquiera lo hace un partido supuestamente socialdemócrata como el PSOE, cuyo Secretario general no se cansa de repetir aquello de “somos la izquierda” aunque solo fuera para tratar de ocupar el espacio de su oponente, Podemos. Ninguno de los situados en el espectro de la derecha se atreve a aceptar su condición y pregonarlo sin complejos; todos se dicen de centro-derecha, de centro-progresista o liberal-progresistas y todo "para que no digan", o como en el caso de “Ciudadanos”, que no acaban de definirse más allá de repetir que ellos no son de derechas, ¿de qué sois Albert? Y tampoco es que resulte fácil encontrar este vocablo en el programa de Vox.
Citábamos ayer a la ideología de género y hoy lo volvemos a hacer para afirmar que según numerosos expertos politólogos está basada en el marxismo, algo con lo que no podemos estar más de acuerdo. La lucha entre el hombre y la mujer, los géneros masculino y femenino; no deberían existir padre y madre sino progenitor 1 y progenitor 2, la familia social antes que la familia biológica, el igualitarismo, la inclusión, la diversidad, los derechos de las minorías. Todo vale y es aprovechable a falta del obrero como clase revolucionaria, pero el objetivo final es invariable:
¡La revolussión hemmano, la revolussión!
No debieramos olvidar que como decía Jean Paul Marat, revolucionario francés del siglo XVIII, las revoluciones empiezan por la palabra y concluyen por la espada.