La tensión política actual es grande, tal vez muy grande según se deduce de los comentarios que más se oyen y eso es, sobre todo, lo que reflejan los medios de comunicación respecto a los enfrentamientos verbales en el Parlamento; todos utilizan palabras muy duras, la ciudadanía está harta de ver lo que ocurre y pide a los políticos moderación en sus intervenciones evitando los exabruptos que en ocasiones llegan a ser, o al menos lo parecen, insultos personales.

Todo lo anterior es verdad, pero lo que no es cierto es que esto sea una novedad ni nada tan diferente a lo que ha venido ocurriendo en el Senado y el Congreso  desde 1.976, cuando la democracia empezó a abrirse paso en este país. Lo que lo hace novedoso y distinto es que ahora más que nunca, pandemia del COVID-19 mediante, era y es el momento en el que todas las fuerzas políticas debieran haber sabido actuar hombro con hombro hasta que pase la alerta sanitaria y era y es la ocasión propicia para trabajar todos de acuerdo hasta recuperar una economía que nos va a llevar a los peores datos de nuestra historia desde la funesta guerra civil.

Quienes tenemos edad y memoria suficiente, recordamos los durísimos enfrentamientos parlamentarios, las batallas dialécticas entre Alfonso Guerra y Manuel Fraga; los y las que peinamos (si nos quedan) solo canas, sabemos de como se persiguió con saña a un, hoy reconocido y aclamado, Adolfo Suarez, hasta desalojarlo del poder y hacer desparecer su partido, la UCD. Sabemos de la dureza con que trató José María Aznar a Felipe González a raíz de los muchos casos de corrupción que entonces hubo y qué decir del asunto del presunto terrorismo de estado y los GAL: "váyase señor González", le repetía aquel sin cesar; o cómo fue luego vejado Aznar a causa de los casos Prestige, Yak 42 o la foto de las Azores; o de como se cercaron las sedes de un partido en la jornada de reflexión previa a unas elecciones… Tantas broncas que darían para escribir un libro. En etapas más recientes podemos recordar como el líder de un partido, hoy vicepresidente del gobierno, acusó a un exlíder de la formación con la que hoy parece -quizá solo lo parece- estar a partir un piñón, de tener “las manos manchadas de cal viva” y de como aun hoy trata de acosarlo. Es el mismo Vice que ahora se siente muy ofendido cuando le recuerdan que su padre militó en un partido terrorista. O podríamos rememorar el momento en que el hoy jefe del gobierno le espetó ante las cámaras de televisión a su predecesor que era “un indecente”.

No, no es este un momento en el que las tensiones políticas y parlamentarias hayan alcanzado un mayor grado de acritud. La historia es, más o menos, la de siempre. Somos españoles, somos vehementes y tenemos muy mala leche, mucha, pero al menos no hemos llegado a presenciar escenas tan lamentables como las de otros parlamentos tercermundistas en los que hemos visto a representantes de sus pueblos llegar a las manos y estoy seguro de que nunca llegaremos a tanto.

La diferencia, decíamos, es que ahora estamos pasando por una situación demasiado compleja e inesperada, el coranovirus, una circunstancia que requeriría un mejor entendimiento entre todas las facciones. Una armonía que, bien vemos, es inalcanzable.

Puede haber muchas razones para todo ello, pero lo que más hace imposible la unidad de los partidos es la actuación absolutamente sectaria de un gobierno que no quiere entender que la labor de cualquier oposición es, precisamente, la de oponerse, la de contraponer ideas y controlar la labor de quien ostenta el poder. Desde estas mismas humildes líneas  nos permitimos en su día opinar que todos debíamos estar al lado del gobierno en momentos tan difíciles; todos los partidos apoyaron en principio la declaración del Estado de Alarma y durante las primeras semanas se oyeron pocas críticas ácidas incluso por parte de Vox. Pero los infinitos despropósitos de este gobierno no podían quedar incólumes. Disparates, errores, rectificaciones constantes, alianzas nauseabundas, mentiras, ocultaciones, autoritarismos varios, injerencias en el poder judicial, amiguismo y nepotismo, son solo algunas de las barbaridades que, al amparo de una muy larga situación de excepcionalidad, aún se siguen haciendo. Y eso no se puede pasar por alto.

Como siempre, Sánchez solo busca la aceptación dócil, camuflada de diálogo, de sus oponentes  sin el menor ánimo de llegar a acuerdos reales, sin siquiera llegar a valorar ninguna de las distintas propuestas que Casado le ha hecho porque le producen urticaria, y aprovechar cualquier circunstancia para intentar hacerse propaganda. Sánchez ha utilizado los “aló presidente” semanales para zurrar a modo -poniendo cara de buenecito, eso sí- sobre todo al PP, lo mismo que hace su “portavoza” tras cada Consejo de Ministros  -incluida su respuesta ácida a pesar de haber votado a su favor respecto al ingreso mínimo vital- o la tan estéril como belicosa, Adriana Lastra cuando a ella le parece oportuno, para luego llamarles fascistoides casi como único argumento tras cada reproche de sus contrincantes.

Sánchez sabe bien que la labor de la oposición es sacar a la luz los posibles errores y desaciertos del gobierno, pero debe pensar que eso solo lo puede hacer él, en su caso, y que tanto exponer como contestar con dureza es una prerrogativa exclusiva del neosocialismo sanchista. Pues no.