No se puede decir que el reciente debate sobre el estado de la nación haya resultado decepcionante porque no esperábamos nada diferente a  lo visto y el desencanto venia servido de serie. Cada interviniente mantuvo sus posturas haciendo imposible cualquier entendimiento y la única expectación era oír de boca del presidente Sánchez cuales eran las medidas, previamente anunciadas a bombo y platillo que, según el gobierno, pretenden combatir la crisis económica; y todo sin mostrar el menor atisbo de autocrítica, desde la autocomplacencia y con unos postulados populistas cada vez más cercanos a los que el propio Pablo Iglesias habría presentado.

Lo único que Sánchez ha hecho es prometernos limosnas, algunas sin saber para cuando, del mismo tipo de las anteriores -como el IMV que mucho tiempo después solo ha llegado a una pequeña parte de sus posibles beneficiarios- y tal como tantas otras promesas postergadas y enredadas en la horrible maraña burocrática. Es la práctica habitual de la paguita y la subvención para comprar voluntades, sin hacer reformas estructurales de ningun tipo.

Su medida estrella, cediendo, ¡cómo no!, ante su socio de gobierno, ha sido la de imponer nuevos impuestos a las petrolíferas, a las energéticas y a los bancos, con el consiguiente e inmediato desplome de las bolsas. Es decir que  pretende pagar con esos gravámenes las dádivas  prometidas, lo que significa que aumentará la inflación e irremediablemente,  de rebote, seremos nosotros mismos quienes acabemos sufragando los presuntos óbolos con lo que él recaude, con la diferencia de que los ingresos de Hacienda serán inmediatos y a los socorros les espera un largo trayecto, si es que llegan todos que no lo creemos.

Sánchez solo busca, con mentiras y vana palabrería, cambiar en lo posible la tendencia de las últimas encuestas que le auguran un futuro lleno de debacles electorales incluida la suya propia, pero no solo llega tarde sino que en lugar de cambiar el rumbo se empeña en radicalizar cada vez más su posición de izquierda populista sin sacar consecuencias ni aprender nada de lo ocurrido en CyL o en Madrid y Andalucía. Sostenella y no enmendalla.

La credibilidad de Sánchez está por los suelos y eso es algo que no tiene arreglo. Su lista de desvergüenzas y escándalos es infinita, desde aquella lejana de poner una urna escondida en una votación en el seno de su partido, el nepotismo de colocar a su esposa en puestos bien remunerados o plagiar un doctorado, y tantas otras canalladas hasta acabar cambiando la política de estado con respecto al antiguo Sahara español por sus santos cataplines, alabar la criminal actitud de Marruecos en la valla de Melilla (¿qué fue de aquel Sánchez del Aquarius?), hacer de su capa un sayo tratando de nombrar, cuando le conviene, a unos jueces del TC contraviniendo la norma que ellos mismos habían redactado, aliarse con Podemos, ERC o Bildu, hacerse con el INE  e INDRA y la más reciente infamia de aceptar ampliar el periodo de la ya de por sí inicua “ley de memoria democrática” hasta diciembre de 1983, la última cesión ante el independentismo borroko, enajenación que, iba siendo hora, ha provocado la queja de numerosos líderes ya retirados del mismo partido.

Sánchez trata, torpemente, de minimizar en lo posible una derrota que cree segura pero insiste el en error de no disminuir el gaso y subir los impuestos, lo que no es sino aumento de inflación asegurado. Los españoles, cada vez más pobres y conscientes de quien es el personaje, no le vamos a perdonar ni más mentiras, ni la subida de los precios, ni sus obscenos amoríos con los sucesores políticos de los asesinos de ETA. Solo queda saber si salva los muebles o si el apocalipsis es irreversible.