Las instituciones no son corruptas, solo se pueden corromper las personas. Ni las instituciones ni los partidos políticos roban, son sus dirigentes los que pueden meter la mano en la caja. Nuestra Monarquía de final del siglo XX y del XXI, una Monarquía Constitucional parlamentaria, es tan legítima como cualquier República que lo sea. Nadie puso en entredicho la legitimidad del régimen republicano norteamericano por el hecho de el caso Watergate mostrase que Nixon era un  corrupto, nadie dudó de la viabilidad del republicanismo francés cuando se descubrió que su entonces presidente, François Hollande, a veces abandonaba sus obligaciones para tener encuentros amorosos con una actriz, citas a las que acudía acompañado de un escolta.

No, las instituciones, entre ellas la Monarquía parlamentaria constitucional y democrática, no son corruptas. Son las personas quienes pueden cometer errores irreparables. Si se llegase a demostrar, y ya lo veremos, que el Rey Emérito ha cometido delitos, deberá asumir sus responsabilidades, pero ni la Monarquía ni el actual Monarca, Felipe VI, deben ser considerados culpables por ello.

En un República a nadie se le ocurriría hacer un referendo para preguntar a la población si siguen conformes con ese régimen pasado el tiempo que sea. Tampoco en ninguna otra Monarquía parlamentaria actual, véanse las del Reino Unido, Noruega o cualquier otro estado monárquico europeo, tendrían nunca ese tipo de tentaciones. Existe un procedimiento legal, previsto en nuestra Constitución, que permitiría, en su caso, cambiar el modelo de estado. Quien a ello aspire solo tiene que tener la mayoría parlamentaria exigida y ponerlo en marcha. Muy sencillo. Mientras tanto, a esperar a ver si el viento les sopla a favor y menos decir tonterías y pedir referendos ilegales.

Es innegable que hechos como los que afectan al Rey Emérito dañan, y mucho, a la popularidad de la Monarquía, a su prestigio ante el ciudadano, pero un estado fuerte debe sobreponerse a estas contrariedades. El estado tiene que defender su modelo de convivencia y sus instituciones contra viento y marea, y cualquier gobierno debe garantizar que, quien quiera cambiar ese modelo, solo lo pueda hacer a través de los procedimientos legales previstos, que empiezan por tener el aval de los tres quintos del Congreso, y eso es algo que se antoja lejano.

Hay asuntos más complejos pendientes de resolver en el estado español antes que modificar el modelo de convivencia que nos ha proporcionado los mejores 40 años de nuestra Historia desde los tiempos de Felipe II. Los españoles, republicanos o monárquicos, lo mismo da, no vivimos preocupados por este tema por mucho que ciertos comunicadores lo saquen a colación a diario, y no nos inquietará al menos hasta que no se solucionen los muchos problemas que de verdad nos acucian, así que tómenselo con calma los podemitas y defínanse con claridad los socialistas. Y no olvidemos que los dos intentos anteriores de instaurar un sistema republicano en España terminaron en estrepitosos fracasos. Sí, incluida la Segunda República, la del año 1.931 que, por mucho que quieran disfrazarla como un periodo democrático maravilloso, como una Arcadia feliz, resultó ser uno de nuestros mayores fiascos históricos y una autentica perversión de la democracia con el resultado de sobra conocido y del que su mayor responsable fue la propia República porque, como aquí ya se señalara en ocasiones anteriores, el franquismo no fue la primera causa sino la nefasta consecuencia de cinco años de locura antidemocrática.

En España algunos políticos siguen en la confusión de que el republicanismo es un sistema exclusivamente de izquierdas. Muchos deben confundirlo con una ideología en la que no tienen cabida otras opciones políticas; ese fue uno de los mayores errores de la Segunda República y así nos fue.  Por esos mismos derroteros parecen querer conducirnos y así mal también nos podría ir.

Dios salve a España y Dios al Rey.