Es un dicho popular que no está muy de moda pero es cierto que, quien carece de honor, ni siente ni padece al realizar cualquier tropelía.

Se dice, y resulta creíble, que Pedro Sánchez, un madrileño hijo de papá, cuando ejercía como concejal del Ayuntamiento de Madrid allá por el año 2.004, se caracterizaba por ser un socialdemócrata tan moderado que parecía más de derechas que los propios del Partido Popular. Y lo creemos, también, porque cuando alcanzó la Secretaría General del PSOE tras enfrentarse a J.A. Pérez Tapias y Eduardo Madina, los populares y todas las derechas respiraron con cierto alivio al considerarle mucho menos radical y sectario que sus oponentes. Pero todo ello ocurrió cuando aún seguía vigente el bipartidismo en el panorama político español, sistema que desapareció en el 2.015, con el surgimiento de Ciudadanos y Podemos y la eclosión, algo más tardía, de Vox.

Sería a partir de ese momento cuando la personalidad narcisista de Sánchez, en la que nadie parecía haber reparado, empezó a mostrarse. Su metamorfosis de persona moderada a pijoprogre empezó pronto a ser patente; y ahí lo tenemos hoy en la Moncloa, dando paseos amistosos por los jardines de palacio con la misma Yolanda Díaz, la comunista “matriática”, que no hace mucho prologara la última edición de El Capital de Carlos Marx.

Sus posturas, en principio ambiguas, pusieron en guardia a los barones del PSOE que, temiéndose  lo peor, llegaron a expulsarle. Pero, tras su llegada a la primeria línea de la política, empezó a enseñarnos la patita por debajo de la puerta cuando le descubrieron colocando una urna falsa tras una cortina, y cuando empezó a mostrarnos el mentiroso compulsivo que lleva dentro al hacerse patente que su tesis doctoral era tan falsa como un euro con la cara de Franco.

Supo él, por entonces, que su única posibilidad de alcanzar el poder pasaba por aliarse con lo más ominoso de la política española y así, el Narcispedro que arrastra consigo, rompió lazos con su pasado y se sumergió en  lo que, al fin y al cabo, fue siempre el PSOE, aquel PSOE del revolucionario Largo Caballero al que el mismísimo Stalin llegó a pedir moderación en el discurso parlamentario, y abandonando, quizá definitivamente, el camino que iniciara Felipe González al elegir seguir una línea socialdemócrata templada y europeísta.

Del “con Bildu no vamos a pactar y si quiero se lo repito muchas veces” hasta los variados acuerdos con los legatarios de ETA, desde el “con Podemos en el gobierno no podría dormir” hasta el amoroso brazo con Iglesias y éstos paseítos con Yolanda, el psicópata, como le bautizara Rosa Díez, llegó para quedarse. En opinión de muchos es un caso digno de estudio por los mejores alienistas, pero quizás solo se trate de un caso de iniquidad y escandalosa falta de escrúpulos. A día de hoy, las políticas del gobierno son mucho más próximas a las de los bolivarianos que, por ejemplo, a las del SPD alemán.

Cuando cualquier negociador o negociadora -alguno y alguna hay sensatos-  del gobierno no logra ponerse de acuerdo en alguno de los muchos puntos en los que, supuestamente, no coinciden con sus socios de gobierno comunistas, al final aparece Sánchez y lo soluciona aceptando las condiciones de su contraparte y el resultado es evidente: un partido con 35 escaños en el Congreso, con la colaboración inestimable de otros Frankenstein, están imponiendo políticas comunistas en España.

La lista de desmanes es larguísima  y bien conocida excepto para los más forofos sanchistas y no habría espacio razonable para relatarlas; pero es difícil entender que personajes a los que considerábamos mesurados como Nadia Calviño, que sabe bien que los desequilibrios presupuestarios nos pueden conducir a la catástrofe, siga respaldando las tácticas de su amo mintiendo a boca llena en cuanto al crecimiento previsto, recordándonos los embustes de aquel Solbes que acabaría admitiendo haber mentido por orden de Zapatero. Tampoco se comprenden actitudes complacientes y cómplices de ex jueces como Robles y no digamos el que fuera honorable Grande-Marlasca. Alguna queja en voz bajita de algunos barones tampoco nos hace concebir esperanzas.

Por supuesto que todos tenemos derecho a cambiar de opinión en cualquier tema e incluso de ideología política con el paso del tiempo, pero acabar haciéndose pseudocomunista de repente, por ególatra interés personal, resulta deplorable .