Muchos siguen preguntándose por qué, durante la guerra civil, la república no recibió todo el apoyo que esperaba de las democracias europeas de su época, que se limitaron a enviar las famosas y casi estériles brigadas internacionales y a ello se atribuye en gran medida la derrota del bando republicano. Nada más lejos de la realidad; la facción “azul” recibió el apoyo decidido de las fuerzas fascistas del Eje,  pero el “bando rojo” contó con la no menos enérgica ayuda de la comunista Unión Soviética, mientras que los países de la Europa democrática no veían claro del todo el papel de la república en manos bolcheviques. Son muchos los factores que se podrían valorar pero era muy difícil que un ejército en el que la mayoría de sus principales mandos operativos fueron dirigentes sindicales sin experiencia militar como Durruti y Cipriano Mera, o líderes políticos comunistas como Enrique Líster, pudieran enfrentarse con éxito a prestigiosos generales curtidos en las guerras de África. Tampoco  parece que las fuerzas estuvieran muy igualadas si una bandería contaba con unidades estándar, legionarios y regulares incluidos, y en la otra se alinearan básicamente milicianos de aspecto desarrapado, muy ideologizados pero con escasa formación militar.

Como ocurre en cualquier guerra y sobre todo en las contiendas civiles, por parte de todos se cometieron atrocidades, pero también en ambos bandos hubo comportamientos heroicos. Con la excepción de no pocos brigadistas internacionales, todos los que murieron eran españoles que luchaban por un ideal, por unos principios, acertados o no, pero todos ellos convencidos de que defendían a su patria, el modelo de sociedad que para su país consideraban más adecuado y, por lo tanto, todos merecen al menos nuestro respeto. Todos los muertos de la guerra son nuestros muertos y todos los que permanecen en las fosas comunes son nuestras victimas. Pero todos; todos y todas.

Los acérrimos defensores del bando republicano nunca han tenido el menor recuerdo para el teniente de la Guardia de Asalto Ignacio Alonso, que permaneció leal a la republica y murió en Sevilla el 18 de julio de 1.936 defendiendo la telefónica del asalto de las fuerzas sublevadas, ni una palabra oiremos sobre el oficial radiotelegrafista Benjamín Balboa que, con inminente riesgo de su vida por hacer lo contario de lo que sus superiores deseaban, interfirió las comunicaciones de Franco con las distintas guarniciones militares. Ni un solo recuerdo para el capitán de la marina mercante británica que evacuó a tantas personas que huían desde Alicante hasta Oran, tantas que la línea de flotación del buque permaneció peligrosamente bajo el agua toda la travesía. Ninguna lisonja para la enfermera Juana Doña, para el  guerrillero cántabro Juan Fernández Ayala, para el aviador Leocadio Mendiola, para Lina Odena…, nada de nada, ni un solo halago para sus héroes, héroes que son de todos nosotros.

Quitar placas de las calles y sacar muertos de las cunetas (en lo que hay que reconocer que tampoco se hacen demasiados esfuerzos), parece que con eso es suficiente. Ensalzar las virtudes de cualquier español o española no involucrado en la política o en la ideología de izquierdas, no entra en los planes del republicanismo.

Y qué vamos a decir del trato dispensado a los adalides que lucharon en el bando nacional. Militaran en la facción acertada o equivocada, el Coronel Moscardó y un puñado de combatientes que defendieron el Alcázar de Toledo, muchos de los cuales perdieron allí la vida, soportaron un asedio de 70 días hasta que fueron liberados. Y hubo otro comportamiento heroico, el del hijo de Moscardó que, sabiendo que si aquellos no se rendían iba a ser fusilado, conminó a su padre a mantenerse firme en su puesto. Errados o acertados en sus ideas, Luis Moscardó, su padre y los valientes del Alcázar son y siempre serán dignos ejemplares  de la noble sangre española. Enterrados hoy todos ellos en la cripta del Alcázar, no sabemos cuanto tardarán en ser exhumados y trasladados a lugar menos digno, pero todo se andará.

Odisea similar protagonizaron el capitán de la Guardia Civil, Santiago Cortés y sus gentes que soportaron durante ocho meses un asedio al Santuario de Santa María de la Cabeza; fueron  más de 1.100 personas  entre militares, guardias civiles, carabineros y personal civil, las que resistieron hasta que la plaza fue finalmente conquistada y el capitán Cortés perdió la vida.

Existen otros muchos casos de nobleza y heroísmo en ambos bandos que ahora nadie quiere recordar si no es para insultar su memoria. Sean del bando que fueran todos los muertos, todos los héroes, son nuestros difuntos, podían ser nuestros padres o abuelos, en definitiva son los antepasados nuestros que dieron ejemplo de lo que debe ser la bizarra hidalguía de los españoles y españolas. Descansen todos en paz.

El país que no honra a sus héroes, pronto no tendrá héroes a los que honrar.    (Winston  Churchill)