El deporte del futbol es un bello y gran espectáculo; un fenómeno de masas que, lamentablemente, hace mucho tiempo ha visto convertidos sus estadios en un lugar en el que los espectadores pueden perder la compostura hasta límites insospechados. No son todos, pero son muchos los que utilizan los partidos, unos para desahogar sus frustraciones vitales y otros que quizás aprovechen el anonimato para mostrar una personalidad que hasta ellos mismos desconocen, sacando a relucir sus peores instintos.
Es una lacra mundial de la que nosotros no nos libramos y a la que habría que poner coto. El público considera que tiene la misión de presionar al equipo contrario para ayudar al club de sus amores y sus pasiones, algo razonable si se cumplen unos mínimos de deportividad, pero una cosa es animar aplaudiendo a los propios e incluso silbando al contrario y otra recurrir al insulto procaz. Muchos han llegado a creer que al amparo del anonimato se puede hacer cualquier cosa.
El llamado caso Vinicius es el que ahora está en el candelero pero ni es el primero ni, desgraciadamente, será el último. Cuando un jugador contario destaca, muchos intentan desestabilizarle a base de insultos, da igual que sean injurias racistas o de cualquier tipo. No necesariamente es xenofobia, aunque en algunos también lo sea, pero todo suele valerles para intentar desequilibrar a la estrella. Otra víctima propiciatoria es siempre el árbitro, y lo cierto es que en no pocas ocasiones el futbol resulta un espectáculo decadente.
Es un problema de falta de educación ciudadana de difícil solución pero que debiera cortarse de raíz, algo que no se está siquiera intentando. La posible solución es conocida pero nadie se atreve a ponerla en marcha: si ante una situación descontrolada se suspendiera el encuentro y se celebrase a puerta cerrada al día siguiente, o si se cerrase el estadio durante varios partidos, posiblemente saldríamos ganando todos y los hooligans serían más cuidadosos. Cierto es que algunas veces se han tomado medidas de este tipo pero nunca en los denominados estadios "grandes" y cerrar solo una grada parece bastante inutil.
Es cierto que en no pocas ocasiones el propio jugador, cosido a patadas y harto de ser injuriado, pierde los papeles, que es lo que sus adversarios buscan y contribuye inconscientemente a que logren lo que buscan y a que el espectáculo se convierta en lamentable. Deberían controlarse más y lo saben, pero son muy jóvenes y tienen la sangre muy caliente.
No parece que sea exclusivamente una cuestión de racismo porque los que insultan también tienen jugadores de otras etnias a los que idolatran. Solo se busca algo que pueda desestabilizar al jugador, bien sea por su raza, bien sea por cualquier otro motivo, aunque el ataque racista sea el más habitual. Lógicamente esto siempre ocurre cuando el astro juega fuera de su campo; pero hay otros culpables que suelen ser los componentes del equipo contrario que, al amparo de su público y a sabiendas de que el propio árbitro también puede estar presionado por el ambiente, a menudo abusan de unas agresiones que suelen ser menos sancionadas y de ese modo impiden al rival desarrollar todo su potencial al tiempo que le irritan, le trastornan y hasta provocan que sean amonestados y se desquicien aun más. Después, esos mismos que le acosaron en el campo se deshacen en elogios por saber de su calidad y declaran solidarizarse con él. Sepulcros blanqueados se llaman.
El arbitraje es una tarea muy difícil pero ese estamento también es muy mejorable y, en demasiadas ocasiones, los colegiados tampoco son ajenos a enrarecer el ambiente. Para arbitrar, casi más que conocer el reglamento se requiere una fuerte y adecuada personalidad y, además, a algunos les sobra afán de protagonismo. Demasiadas veces son incapaces de evitar el juego sucio y muestran mucha mayor inclinación a desenfundar las tarjetas cuando se exaltan y protestan los que sufren las agresiones.
Demasiados culpables, mucha palabrería y pocas soluciones.