A lo largo de la Historia, España e Inglaterra han visto como sus destinos se cruzaban en numerosas ocasiones: algunas en buena sintonía y hasta con alianzas militares y, las más, con hostilidad y enfrentamientos bélicos o políticos.

No sería por el alto sentido de caballerosidad o la hidalguía y refinamiento de sus gentlemen, por lo que los bajeles británicos se dedicaron a saquear demasiadas veces a nuestras naos cuando, procedentes de América, transportaban mercancías pertenecientes a la Corona española para despojarlas de su cargamento en beneficio de "su", de ellos, "graciosa majestad", que de tan poca gracia nos resultaba. Y no dudaron en hacerlo poniendo a su servicio a corsarios como Francis Drake, piratas a los que acababan concediendo el rango de Almirantes de su Armada. Y como muestra de afecto hacia nosotros, baste señalar que fueron los impulsores en la propagación de la tristemente célebre “Leyenda negra” que hasta hoy nos sigue persiguiendo. Todo un ejemplo de lo que después ha ocurrido a lo largo de los siglos.

Fue durante la guerra anglo-española de 1.585-1.604, con la pretensión felipista de devolverles a la religión católica y por el apoyo que prestaban a la independencia de los Países Bajos, cuando se produjo la infausta gesta de la flota que Felipe II llamara Armada Invencible, finalmente derrotada por las fuerzas navales inglesas con la determinante ayuda para ellos de las inclemencias de un fuerte temporal, lo que no fue óbice para que la jactanciosa y pérfida Albión se lo adjudicase como una gran victoria. “Yo no mandé a mis barcos a luchar contra los elementos” fue el lamento de Felipe II que pasó a la Historia. Lo casi desconocido por nosotros, con esa cainita tendencia autodestructiva de conmemorar más las derrotas que las victorias -al contrario de los británicos que simplemente borran de la Historia aquello que no les parece favorable-, es que los españoles resultamos los vencedores de facto de aquella guerra tras firmarse el Tratado de Londres en 1.604, siendo ya nuestro Rey Felipe III.

Y sería mediante el denigrante tratado de Utrecht de 1.713, cuando nos arrebataran tanto la isla de Menorca -posteriormente recuperada- y Gibraltar, además de otras posesiones no peninsulares, algo que, aunque sea someramente, es de sobra conocido por todos, y por lo tanto no vamos a entrar en detalles porque no es el relato histórico el objetivo de este artículo aunque pudiera parecerlo.

La recuperación del Peñón ha sido siempre objetivo prioritario de todos los gobiernos españoles desde entonces, aunque siempre se ha derrochado torpeza en las gestiones a tal fin, desde los chapuceros intentos de recuperarlo por las armas en varias ocasiones (1.724, 1.727 y 1.729), hasta el cierre de la verja en tiempos del franquismo, o la ridícula gestión del dúo Zapatero-Moratinos sentando en la mesa de negociación al ministro principal gibraltareño, Fabián Picardo, como si de una negociación a tres bandas se tratara en lugar de un asunto entre estados, hasta la más reciente capitulación a cargo de nuestra ministra de asuntos exteriores, González Laya.

Gibraltar es un paraíso fiscal en el que sus habitantes quintuplican la renta per cápita media española de la misma zona, donde están domiciliadas casi tantas empresas como “llanitos” allí están censados, ciudadanos británicos que suelen poseer magnificas viviendas en la Costa del Sol y utilizan el sistema Sanitario Español; la Roca contiene una base naval apta para submarinos nucleares y  se ha extendido ilegalmente arrebatándonos parte de un istmo nunca incluido en el tratado, y es el último vestigio colonial dentro de la Unión Europea, que debió ser devuelto a España tras las sucesivas resoluciones descolonizadoras: 1514 de 20 de diciembre de 1.966 y 2353 de 19 de diciembre de 1.967 de la Asamblea General de Naciones Unidas, sentencias flagrantemente ignoradas por esa Gran Bretaña, tan autosuficiente y altiva como para haber decidido un Brexit que la separa de una Europa a la que consideran aislada tras su deserción. “El Continente se queda incomunicado”, suelen decir cuando el temporal arrecia en el canal de La Mancha.

El Brexit nos brindó una magnifica ocasión de ajustar cuentas, porque un Gibraltar fuera de la UE y del espacio Shengen se encontraba contra las cuerdas. Nosotros tenemos varios miles de campogibraltareños que trabajan allí y sus puestos de trabajo también peligraban. Pero salta a la vista que ellos tenían muchas más cosas que perder, o al menos se daban las condiciones para alcanzar unos acuerdos que nos beneficiasen bastante sin perjudicar a la mano de obra española y avanzar en el camino de recuperar la soberanía del Peñón. Y no vamos a hablar ahora de las palabras -pronunciadas hace muy pocos años- de Sánchez, prometiendo industrializar la zona, porque esos mismos fiascos son atribuibles a otros gobiernos anteriores.

El caso es que siguiendo la inveterada tradición y hábito sanchista de confundir negociación con cesión, la señora González Laya ha vuelto ha protagonizar una sonada bajada de pantalones hispánicos, dejando las cosas tal como estaban antes de la espantada brexística anglosajona, para solaz y disfrute de un Boris Johnson y un Fabián Picardo que sí tienen claro que han de defender sus intereses, y ellos sí saben hacerlo, y para alegría de los habitantes de Gibraltar.

Con gobiernos incompetentes y fatuos como el que tenemos no necesitamos enemigos. Fueron los elementos atmosféricos los que hundieron a la flota española de Felipe II, pero ahora son otros, y menudos elementos, los que se dedican a hundirnos a todos.